Por: Teresa de Jesús Domínguez González
Aunque soy mujer “de ciencias”, puedo decir que hasta hace unos años estaba adormecido mi sentido del asombro. Veía pero no contemplaba, oía pero sin deleitarme.
No ha sido hasta que emprendimos como familia la aventura de acompañar el aprendizaje de nuestros hijos, cuando mis ojos han despertado a la belleza del mundo natural y en mi corazón se calma, al menos fugazmente, la sed de eternidad en la contemplación de la Creación con todos sus seres, paisajes y fenómenos.
-¡Mamá! ¡Sube! ¡Deprisa! ¡Mira qué atardecer más bonito!- me apremia mi hija de cinco años desde la planta de arriba de nuestra casa para que no me pierda la suave caricia de la luz crepuscular. Y, mientras me pongo en camino por las escaleras, unos rayos anaranjados inundan el pasillo y siente mi alma un instante de bálsamo tras la dura jornada, y puedo alegrarme con las palabras del Génesis: “…vio Dios que todo era bueno”.
Después de haber vivido durante tres años en Estados Unidos, en una ciudad sureña, en la que no se podía distinguir dónde empezaba el bosque y dónde acababa la urbe y en la que los ciervos se paseaban a sus anchas por las calles de algunos vecindarios, volvimos a Granada con ganas de REdescubrirla; con ganas de mirar con ojos nuevos la Sierra, la playa, nuestra flora y nuestra fauna, desde la más diminuta hormiga que se cuela por una rendija de la ventana buscando alguna miga de pan olvidada en la cocina, hasta la fabulosa cabra montés trepando por los riscos caminos de las altas cumbres, y descubrir en todo la “firma” del Dios de la Belleza.
Como decía Charlotte Mason, “todos estamos llamados a ser naturalistas, cada uno en su propio grado y es inexcusable vivir en un mundo lleno de las maravillas de la vida vegetal y animal y que no nos importen ninguna de estas cosas”. De ahí que algunos de los aprendizajes más significativos de nuestros hijos estén entre las páginas de sus “diarios de naturaleza”, con sus dibujos y sus alegres pinceladas de acuarela, inmortalizando lo que observan y les sorprende en nuestros “paseos por la naturaleza”.

Cada semana hemos de fijarnos en un ser o en un fenómeno, desde los líquenes, las abejas o las flores del campo hasta las fases de la luna, pasando por los equinoccios y los solsticios, eligiendo un árbol distinto cada año y admirando cómo cambia con las estaciones, registrando las novedades en una “rueda fenológica” y aprendiendo a llamar a cada criatura por su nombre.
Y qué profundo gozo veo en sus ojos cuando, escuchando un trino ruidoso en un árbol cercano, detienen su juego y me susurran “mamá, es un mirlo” o si, antes de salir de casa, elevan la mirada al cielo y contemplan un cumulonimbo alzándose poderoso y preparan sus botas de agua porque viene tormenta… Es el gozo que dice “te conozco”, “sé qué o quién eres”, “me importas”.
Para Charlotte Mason, “la educación es la ciencia de las relaciones” y de esto se trata, “la cuestión no es cuánto sabe un joven cuando ha terminado su educación sino cuánto le importa y qué orden de cosas le preocupan, cómo de grande es el espacio en el que se encuentra y, aún más, cómo de llena es la vida que le espera”, pensaba también ella.
Es también para mí un ejercicio de humildad pues, desconocedora aún de tantas cosas y gratamente sorprendida por la maravillosa amplitud del conocimiento, ya no soy el adulto que explica y que lo sabe todo, sino el adulto que acompaña, que también se pregunta, que aprende y se sorprende, en una palabra, que disfruta de la sabiduría de otros, tanto del agricultor que está cuidando lo que ha cultivado y responde amablemente a nuestras preguntas como de lo que John, María Ángeles, Fernando, María, Raquel, Luis, Juan Carlos, Pablo y tantos otros biólogos del Parque de las Ciencias, con gran pasión, comparten con nosotros acerca de las rapaces, las mariposas, el sistema nervioso, la digestión, los insectos polinizadores, la comida de los astronautas o la vida subacuática en nuestras visitas semanales.

Cuánto bien les hace a los niños estar al aire libre, correr, revolcarse por el suelo, jugar con piedras y troncos o mancharse las manos de barro, incluso si lo hacen en el patio de la casa o en el parque más cercano, y cuánto más aún entre los pinos de Cumbres Verdes o de la Sierra de Huétor o haciendo una excursión hacia la Virgen de las Nieves. Les hace bien a ellos y a nosotros, nos desconecta de pantallas y nos conecta a la realidad, al aquí y ahora y nos remite a una grandeza que nuestro espíritu ansía.
Por supuesto, hay días en los que “la cosa no fluye”, en los que ellos están cansados o desmotivados y yo, más pendiente de mis miedos y frustraciones que de mirarlos como Dios los mira; es en esos momentos cuando salir a la naturaleza y dejar que ella nos enseñe se convierte en una necesidad imperiosa, no es un tiempo perdido, porque hay un aprendizaje fundamental que va más allá de saber datos y al que la contemplación nos ayuda.
Puesto que la naturaleza es discreta y está llena de procesos que no son inmediatos, nuestra mirada se entrena en la paciencia, el cuidado y la responsabilidad; se activan todos nuestros sentidos (el olor de la hierba húmeda, el sonido de la corriente de agua en movimiento), nos hacemos conscientes de que nosotros también somos Criaturas, parte de esa Creación, y podemos tomar perspectiva de nuestra vida: estamos hechos para la eternidad, para habitar junto a Dios en la Nueva Creación, como Juan nos describe en el Apocalipsis o C.S. Lewis nos cuenta, con su hermoso estilo narrativo, en la última de las Crónicas de Narnia titulada “La última batalla”:
“Pero esa no era la Narnia auténtica. Aquella tenía un principio y un fin. No era más que una sombra o una copia de la Narnia real que siempre ha estado aquí y siempre estará. (…) Y claro que resulta diferente; tan diferente como lo genuino lo es de una imagen o como la vida real lo es de un sueño. (…) La diferencia entre la vieja Narnia y la nueva era algo parecido. La nueva era un país más intenso: cada roca, flor, brizna de hierba parecían significar más.”
C.S. Lewis, “La última batalla”:
Ojalá alimente cada día en mí y en mis hijos el anhelo del Cielo que se nos despierta en la contemplación de la naturaleza para que, como el unicornio del libro de Lewis, en el momento de encontrarnos cara a cara con el Creador, podamos exclamar:
“¡Por fin estoy en casa! ¡Este es mi auténtico país! Pertenezco a este lugar. Esta es la tierra que he buscado durante toda mi vida, aunque no lo he sabido hasta hoy. El motivo por el que amaba la vieja Narnia era porque se parecía un poco a esto. ¡Entremos sin miedo, subamos más!”
Así sea.
Cuando empezaba a leer e imaginaba esa puesta de sol me acordaba que muchas veces para tener presente lo precioso de este mundo pienso que cada minuto, en algún lugar del planeta, hay un atardecer así de bello. Así de preciosa y grande es La Creación.
Sin darme cuenta Dios puso la llama de la biología en mi corazón, pero familias como la vuestra, me hace mantener mi motivación ,curiosidad y asombro en este mundo, en cada bichito, en cada florecilla. Gracias a vosotros siempre!!!!!
No solo me ha encantado, me ayuda, me reconozco y me mueve hacia sitios interiores y exteriores donde creo que Dios me espera. Gracias…
Lo he leído con lágrimas en los ojos. Justo ayer terminé de leer les en voz alta «La última batalla». El alma se me lleno de alegría al leerte.