Bill Patenaude
En la medida que nuestro mundo va frenando y reflexionando sobre los valores y fundamentos de la vida, descubrimos lo que nuestros pontífices han estado pidiendo.
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«La tempestad desenmascara nuestra vulnerabilidad y deja al descubierto esas falsas y superfluas seguridades con las que habíamos construido nuestras agendas, nuestros proyectos, rutinas y prioridades. Nos muestra cómo habíamos dejado dormido y abandonado lo que alimenta, sostiene y da fuerza a nuestra vida y a nuestra comunidad. La tempestad pone al descubierto todos los intentos de encajonar y olvidar lo que nutrió el alma de nuestros pueblos; todas esas tentativas de anestesiar con aparentes rutinas ‘salvadoras’, incapaces de apelar a nuestras raíces y evocar la memoria de nuestros ancianos, privándonos así de la inmunidad necesaria para hacerle frente a la adversidad».
– Papa Francisco, Momento Extraordinario de Oración en Tiempos de Epidemia, Urbi et Orbi, 27 de marzo de 2020
Al escuchar al Santo Padre durante este momento impactante y realmente histórico en la Plaza de San Pedro, no pude evitar recordar estas palabras de su predecesor:
«Es necesario un cambio efectivo de mentalidad que nos lleve a adoptar nuevos estilos de vida, “a tenor de los cuales la búsqueda de la verdad, de la belleza y del bien, así como la comunión con los demás hombres para un crecimiento común, sean los elementos que determinen las opciones del consumo, del ahorro y de las inversiones”».
Benedicto XVI escribió estas palabras en 2009 en su encíclica Caritas in Veritate, citando la encíclica de San Juan Pablo II Centesimus Annus del 1991. Esta visión y esas encíclicas, y otras, fueron fundamentales para las enseñanzas del Papa Francisco acerca del medio ambiente —especialmente para su encíclica Laudato Si’ del 2015 — y han culminado en el extraordinario mensaje Urbi et Orbi del Santo Padre, dado al mundo desde la Plaza de San Pedro vacía, bajo la lluvia, en un atardecer oscuro de un viernes de cuaresma.
Esta correspondencia entre enseñanzas papales no debería ser sorpresa (aunque desgraciadamente, para muchos, lo es). A fin de cuentas, la correspondencia entre las enseñanzas católicas mismas se deriva del Evangelio de la vida, que nos ha sido revelada por el único Dios verdadero.
Hasta hace poco, tales exhortaciones, dadas una y otra vez por el Papa Francisco y sus predecesores, no han tenido mucha influencia. Aparte del gran esfuerzo de tantos católicos, en especial los heroicos promotores del medio ambiente en la Iglesia, el concepto de «nuevos estilos de vida», en gran parte, no se ha probado—como si fuera una exquisitez intelectual que pudiéramos alentar pero nunca lograr.
Pues, esto ha cambiado.
En cuestión de meses, semanas, e incluso días, la propagación del coronavirus ha cambiado estilos de vida a escala mundial. La enfermedad ha infiltrado los pobres y los ricos, jóvenes y ancianos, creyentes y no creyentes. Y si las proyecciones son acertadas, veremos una necesidad de evitar aglomeraciones por un tiempo no menor; de refugiarse en el casa; de distanciarnos de los demás para proteger a los desconocidos, para proteger a los más vulnerables.
Todo esto ya ha empezado a cambiar la manera en que vemos las cosas. Mientras hemos visto una buena cantidad de miedo y egocentrismo ante el COVID-19, también hemos visto una cantidad de sacrificio y compromiso notables—por parte de los profesionales sanitarios, los servicios de emergencia, los trabajadores de servicios públicos, el personal de los supermercados, camioneros, periodistas, familias, amigos y desconocidos. Muchos hemos tomado consciencia, quizás por primera vez, del concepto de la cadena de producción—de personas en otro lugar que cultivan y elaboran las cosas que necesitamos para sobrevivir.
En nuestros hogares, ahora hacemos pan. Estamos llamando por teléfono, no simplemente mandando mensajes. Estamos aprendiendo el valor de la frugalidad y la costura y dando un paseo en familia.
Como ha dicho el Papa Francisco, «Con la tempestad, se cayó el maquillaje de esos estereotipos con los que disfrazábamos nuestros egos siempre pretenciosos de querer aparentar; y dejó al descubierto, una vez más, esa (bendita) pertenencia común de la que no podemos ni queremos evadirnos; esa pertenencia de hermanos».
El abandono forzado de nuestros anteriores modos de vida nos está enseñando los fundamentos de los estilos de vida conocidos y apreciados por la generación de mis padres y todas las generaciones que la procedieron. Al fin y al cabo, mucho de este reaprendizaje—de la simplicidad y las relaciones—será un bien para el mundo y sus ecosistemas.
Algunas llegan a llamarlo el lado bueno de la crisis.
Pero ahora no es tiempo para decir tales cosas. Cuando tantos están sufriendo mientras escribo estas palabras, o están muriendo solos, es una equivocación celebrar victorias medioambientales percibidas, como se puede ver en este dibujo que ha circulado en las redes sociales.

Francamente, esta clase de apreciaciones es antihumana. En verdad, es antidivino.
Naturalmente, el Papa Francisco nos lo ha dejado todo claro.
«Codiciosos de ganancias, nos hemos dejado absorber por lo material y trastornar por la prisa. No nos hemos detenido ante tus llamadas, no nos hemos despertado ante guerras e injusticias del mundo, no hemos escuchado el grito de los pobres y de nuestro planeta gravemente enfermo. Hemos continuado imperturbables, pensando en mantenernos siempre sanos en un mundo enfermo. Ahora, mientras estamos en mares agitados, te suplicamos: “Despierta, Señor”».
Lo que estamos experimentando — y experimentaremos — en este mar tempestuoso nos enseñará tres cosas, cosas que las catástrofes suelen hacernos recordar como humanidad.
La primera es la humildad. La segunda es el valor de la vida y las relaciones. Y la tercera, relacionada con las dos primeras, es la vanidad total del estilo de vida de consumir y desechar.
Habrá un tiempo para hablar más expecificamente de la ecología, para reflejar en estilos de vida nuevos y posiblemente alegrarnos con nuevas formas de buscar la paz; formas que beneficiarán nuestro hogar común, local y global.
Pero ahora no es el momento.
Como el Papa Francisco nos recuerda, ahora debemos rezar y ayunar y dirigirnos al Señor para decir, “Aquí estoy, Señor. Déjame ayudar.”
Pero ¿que significa esto de verdad? ¿Qué aspecto tiene esta ayuda adecuada en este tiempo oscuro?
Más allá de la ayuda física que todos podemos dar — compartir la comida, hacer encargos, y cosas así — y más allá de la ayuda brindada por las vocaciones particulares, reflexionamos juntos en las palabras de otra encíclica de Benedicto XVI — palabras que parecen haber profetizado el pontificado mismo del Papa Francisco.
«De este modo se ve que es posible el amor al prójimo en el sentido enunciado por la Biblia, por Jesús. Consiste justamente en que, en Dios y con Dios, amo también a la persona que no me agrada o ni siquiera conozco. Esto sólo puede llevarse a cabo a partir del encuentro íntimo con Dios, un encuentro que se ha convertido en comunión de voluntad, llegando a implicar el sentimiento. Entonces aprendo a mirar a esta otra persona no ya sólo con mis ojos y sentimientos, sino desde la perspectiva de Jesucristo. Su amigo es mi amigo. Más allá de la apariencia exterior del otro descubro su anhelo interior de un gesto de amor, de atención, que no le hago llegar solamente a través de las organizaciones encargadas de ello, y aceptándolo tal vez por exigencias políticas. Al verlo con los ojos de Cristo, puedo dar al otro mucho más que cosas externas necesarias: puedo ofrecerle la mirada de amor que él necesita.» Deus Caritas Est, 18
Este artículo fue publicado originalmente en inglés el blog “Catholic Ecology” el 28 de marzo de 2020.