Redactado por el Instituto Laudato Si’ para la Custodia de la Creación con ocasión del Año Especial por el quinto aniversario de la encíclica Laudato si’ 2021 A.D.
Introducción
La mayor parte de nuestra vida pasa felizmente. Sucede como los felices días de Jesús por Galilea, en los que poder contemplar los pájaros del cielo y los lirios del campo o poder disfrutar de la compañía de su familia y su comunidad de Nazaret representaban esa alegría religiosa, la valoración de que hay un hoy. Un hoy lleno de belleza y cuidado por la Providencia Divina para cada uno de nosotros: “Mirad los pájaros del cielo: ellos no siembran ni cosechan, ni acumulan en graneros y, sin embargo, vuestro Padre celestial los alimenta. ¿No valéis vosotros acaso más que ellos?” (Mt 6, 26).
Sin embargo, también hemos de reconocer que en la vida existe el dolor y la muerte. Y llegan antes o después. En tales momentos, corremos un doble riesgo: maldecir al Dios que permitió acabar con los buenos tiempos y erigirnos nosotros en semidioses capaces de dar sentido e inmortalidad a nuestras vidas. Nos invaden preguntas aparentemente irresolubles: ¿Porqué si este mundo ha sido creado bueno y está tan lleno de la huella de Dios existe entonces el mal? ¿Porqué tanto mal, tanto daño entre nosotros y a la creación, tanto odio a Dios, tanta muerte? ¿No deberíamos corregir los seres humanos todos estos males, estos errores?
¿No será nuestra responsabilidad buscar con nuestras propias fuerzas la cura de la muerte, de toda muerte? ¿Para qué un Dios si sufrimos y morimos? ¿Es que todo lo que vivimos y nos revelan los días felices son mera apariencia, pura mentira? La única respuesta a todas y cada una de estas preguntas la encontramos recorriendo, con Cristo, su Vía Crucis. “¿Quién de vosotros, a fuerza de agobiarse, podrá añadir una hora al tiempo de su vida?” (Mt 6, 27). Frente a la angustia que tales constataciones pueden y, de hecho, suponen, Jesús nos recuerda: “No andéis agobiados” (Mt 6, 31).
En nuestro hoy, en nuestras cotidianeidades—tal vez duras o tal vez, en muchos casos, muy felices—vivamos prestando atención a las tareas de cada día porque son un regalo. Dejemos el agobio, la ansiedad, el estrés del mañana pues, como Cristo nos recuerda, “a cada día le basta su desgracia” (Mt 6, 34) donde se hace presente el misterio de su Cruz. En ella, Jesús nos pide que la tomemos y le sigamos (Mt 16, 24). Sólo así, el don y el pan de cada día que hemos recibido de Él, a Él podremos devolvérselo como ofrenda—pobre pero auténtica—de nuestras vidas, de nuestras alegrías, de nuestras preocupaciones y afanes partidos y repartidos a todos. Se realizará entonces la comunión gozosa con Él y con la creación.
Acompañados pues por Cristo y unidos a toda la Iglesia, hagamos este camino de fe, esperanza, y caridad que es el santo Vía Crucis. En él experimentaremos que, al igual que tras la noche llega el día y tras el invierno la primavera, así también tras la muerte llega la vida eterna, como tantas veces barruntamos cuando contemplamos absortos los pájaros del cielo y los lirios del campo o cuando experimentamos la verdad y la bondad presentes en nuestro mundo y en tantas personas.
Dispongámonos, pues, a meditar e imitar este camino de salvación.
I estación
Jesús es condenado a muerte
Pilato volvió a dirigirles la palabra queriendo soltar a Jesús, pero ellos seguían gritando: ≪ ¡Crucifícalo, crucifícalo! ≫. Por tercera vez les dijo: ≪ Pues ¿qué mal ha hecho este? No he encontrado en él ninguna culpa que merezca la muerte. Así que le daré un escarmiento y lo soltaré≫. Pero ellos se le echaban encima, pidiendo a gritos que lo crucificara; e iba creciendo su griterío. Pilato entonces sentenció que se realizara lo que pedían: soltó al que le reclamaban (al que había metido en la cárcel por revuelta y homicidio), y a Jesús se lo entregó a su voluntad (Lc 23, 20-25).
Cuando intentamos colocar al hombre como dueño y señor de todo, como fin absoluto de la creación, lo sentenciamos—como Pilato—a su propia muerte y, en consecuencia, condenamos también la naturaleza. Ponemos en jaque el valor que el mundo—creado y, por tanto, amado por Dios—y, entre todas las criaturas, especialmente el hombre tiene en sí mismas. En la actualidad, ha crecido nuestra incapacidad y desinterés por medir el daño—y sus consecuencias—que causamos a la creación, y que nos impide reconocer cómo en sí misma contiene una gramática divina para todos nosotros.
Cuando se condena a muerte a Cristo se condena, de alguna manera, toda carne, todo lo creado. Condenamos a muerte a la naturaleza porque hemos querido suplantar el papel de Dios. No nos vemos como colaboradores con Él. Queremos ser emprendedores autónomos. Queremos decidir nosotros. Y, sin embargo, no somos conscientes de que, ajenos de Dios, estamos condenándonos a nosotros mismos. A la humanidad. Cuando dejamos de lado a los débiles, a los sin voz, a los más pequeños y necesitados, a los que consideramos una carga para el mundo, a los últimos y descartados…; cuando perdemos el sentido de responsabilidad para con cada ser humano…; cuando abusamos insolidariamente de nuestro mundo…; entonces estamos nuevamente condenando a muerte a Jesús.
Señor Jesús, queremos ser colaborares de tu obra de salvación. Deseamos tener una nueva relación entre nosotros y con la creación: animada por tu Espíritu, sana, con capacidad de asombro y gratitud hacia todos y todo lo creado. Pero para ello necesitamos que nos ayudes a hacernos hombres nuevos, con capacidad para valorar, cuidar, y amar todo lo que Tú, con tanta confianza, has puesto en nuestras manos.
Oremos:
Oh Dios, muéstranos, como creador de todo, la preciosa relación que nos entrelaza con la creación y así podamos cuidarnos unos a otros por el uso respetuoso de todo lo que, gratuitamente, nos has dado. Que cada vez seamos más conscientes de que todo hombre es para sí mismo, para los demás, y para este mundo, un don tuyo; y así no condenarnos sino admirarnos, respetarnos, y amarnos. Por Cristo nuestro Señor. Amén.
II estación
Jesús con la cruz a cuestas
Los soldados se lo llevaron al interior del palacio—al pretorio—y convocaron a toda la compañía. Lo visten de púrpura, le ponen una corona de espinas, que habían trenzado, y comenzaron a hacerle el saludo: ≪ ¡Salve, rey de los judíos! ≫ le golpearon la cabeza con una caña, le escupieron; y, doblando las rodillas se postraban ante él. Terminada la burla, le quitaron la púrpura y le pusieron su ropa. Y lo sacan para crucificarlo (Mc 15, 16-20).
Coronado de espinas, ridiculizado grotescamente, golpeado con una vara, cubierto de salivazos… ese es el ropaje con el que Jesús carga con la cruz a cuestas. Él olería y acariciaría aquellos leños de madera sabiendo que su procedencia era obra de Su Padre. Es imposible no estremecerse ante este pasaje cuando caemos en la cuenta que toda criatura ha sido creada por Dios para acariciar al ser humano. Cada criatura bendice a Su Creador en su propio ser y, junto a Él, es como un mensaje de amor para cada persona. Cuántas veces olvidamos que toda criatura refleja, como en un espejo, algo de la semilla del Verbo y a través de ellas se nos llama a una relación de amor con Él. ¿Somos conscientes de cuántas veces hacemos un mal uso e incluso abusamos de las maravillas de la naturaleza que Dios nos concede porque hemos olvidado que son también obra y expresión de su amor?
Un árbol nunca fue creado para que con su madera fuese construida la cruz donde el Hijo amado del Padre (Mc 9, 7) encontrase la muerte. ¿O tal vez sí? Quién sabe. Lo que sí sabemos es que, a pesar de todo, Cristo se agarra fuertemente a esa cruz porque es muy consciente de que lo que carga es el peso del pecado de la más bella de sus criaturas; y, si hiciera falta, lo cargaría una y otra vez. El amor hace liviano todo fardo. Sin duda, Jesucristo sujetaría y acariciaría aquella madera como sólo Él sabe hacer y daría gracias a Su Padre por la belleza de su obra aún estando siendo usada para humillarlo.
Era el Amor Encarnado colmando de amor su preciosa espalda con el peso de nuestra muerte, era el Cordero Inocente entregándose voluntariamente a sus degolladores, era el venidero Crucificado cargando con la cruz que nos pertenece por nuestros pecados, era, en definitiva, el Creador liberándonos del ciego lastre que nos impide descubrirle en cada una de sus criaturas. Jesús cargando con la cruz a cuestas nos extirpar la viga de nuestros obstruidos ojos para, así, ver claro (Mt 7, 5).
Señor Jesús, enséñanos a mirar a cada criatura como sólo Tú sabes hacerlo; valorando, respetando y siendo cada vez más sensibles a la llamada de tu Padre al uso y cuidado responsable de tu obra. Renueva nuestra mirada de tal forma que, reconociéndote en cada una de tus obras y especialmente en el hombre, nos dispongamos con tu ayuda a cargar con las cruces—propias y ajenas—y así dejemos un mundo más bello y humano.
Oremos:
Oh Dios, provoca en nosotros la convicción de que todos los seres hemos sido creados por Ti y estamos unidos por unos lazos que, aunque invisibles, nos ayudan a conformar una familia universal en comunión que nos mueve a un respeto sagrado, cariñoso y humilde. Por Cristo nuestro Señor. Amén.
III estación
Jesús cae por primera vez
Él soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores; nosotros lo estimamos leproso, herido de Dios y humillado; pero Él fue traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes. Nuestro castigo saludable cayó sobre Él, sus cicatrices nos curaron. Todos errábamos como ovejas, cada uno siguiendo su camino; y el Señor cargó sobre Él todos nuestros crímenes (Is 53, 4-6).
Estamos muy acostumbrados a no sentirnos criminales: ¡como no hemos matado a nadie! —pensamos. Y, sin embargo, para nuestro bochorno, lo hacemos. Matamos cada vez que pisoteamos a las personas que nos rodean; matamos cada vez que nos propasamos en el uso adecuado de los recursos naturales que se nos han confiado; matamos cada vez que pasamos con indiferencia y mirando de reojo a nuestro prójimo caído y, por tanto, necesitado. Y nos decimos— ¡era inconsciente! Pero ¿no será, tal vez, por el contrario, que lo hacemos de una forma más o menos consciente? La consciencia de nuestra inconsciencia daña y nos daña. No es necesario matar a alguien o algo para estar cometiendo un acto grave o una acción indebida e injustificada.
Jesús ha sido triturado por nuestros crímenes, por todas esas muertes entre nosotros y contra la creación. Lleva encima de sí, con plena consciencia, el peso de nuestras continuas inconsciencias. Tanto peso lo debilita y, al cabo, se cae. Se desploma una primera vez y le seguirán otras. Y, desde el suelo, acepta azotes, patadas, burlas, gritos insolidarios. Su amor por nosotros le merece tales penas en tan fatídica caída. Esta primera caída dejará huella en Él: reconocerse a sí mismo en cada persona caída. Su primera caída sostendrá siempre las nuestras. Contemplando las cicatrices que dejaron en Él esta caída—con sus azotes, patadas, burlas, y gritos insolidarios—sabremos que no hay peso ni caída nuestra que no esté precedida y sostenida por la suya. Este derrumbe del Hijo del Hombre transforma el duro suelo de nuestras caídas en verdes praderas donde nos hace recostar (Sal 23, 2).
Y tras la caída volverá a levantarse. Se yergue porque este mundo y la humanidad merecen la pena. Se eleva porque tú mereces sus penas y sufrimientos. Dios sigue confiando en nosotros, la más bella y noble de sus criaturas. Como Él, aprendamos de nuestras caídas para levantarnos con más amor y solidaridad hacia las caídas de los demás. Aprendamos a valorar que cada ser vivo—por caído que esté, o precisamente por estar caído—es valioso y merece la pena y nuestras penas. Todos necesitamos ser cuidados en la caída, como Cristo hace con nosotros.
Señor Jesús, gracias por no dejar de humillarte por nosotros. Gracias por tu paciencia que, a pesar de nuestras caídas, nos salva. Enséñanos a ser conscientes de los actos que hacemos indebidamente y que terminan dañando a otras personas y empobreciendo a la creación.
Oremos:
Oh Dios, que nos sostienes y levantas de cada tropiezo, concédenos un corazón que sea capaz de compadecerse de la caída ajena, un corazón sensible al destrozo de nuestro mundo. Ayúdanos en nuestras caídas a no dejar de bendecirte y adorarte por sentirnos envueltos en una belleza sin límites—reflejo de tu amor. Por Cristo nuestro Señor. Amén.
IV estación
Jesús encuentra a su madre
Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre, María, la de Cleofás, y María, la Magdalena. Jesús, al ver a su madre y junto a ella al discípulo al que amaba, dijo a su madre: «Mujer, ahí tienes a tu hijo». Luego, dijo al discípulo: «Ahí tienes a tu madre». Y desde aquella hora, el discípulo la recibió como algo propio (Jn 19,25-27).
Desde aquella respuesta al ángel— «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 38)—tú, Madre de Dios y Madre nuestra, estuviste siempre con Jesús y por eso tú también nos acompañas durante toda nuestra peregrinación. Te han arrebatado a tu Hijo para matarlo. Él que muere por cada uno de nosotros. Su amor es el tuyo transformado. Es tu amor, que aúna maternidad y discipulado, el que busca y consigue, entre empujones y abucheos, acercarse a tu Hijo. ¡Bendito encuentro! ¡Bendito consuelo! ¡Bendito último abrazo!
Silencio. No hay palabras, solo sobrecogimiento ante tanto amor, ante este misterio desgarrador. Miradas sostenidas, dos corazones traspasados, y tanto el Hijo como la Madre movidos por el mismo Espíritu que da razón de todo: cumplir la voluntad del Padre “para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3, 16).
De una manera u otra todos caminamos en esta vida en distintas vías dolorosas. Caminos que tantas veces nos fatigan, nos desilusionan, nos hacen sentir abandonados y llenos de incertidumbre y dolor. Pero tú te abres paso, Madre, como hiciste camino del Gólgota, entre las rendijas de los acontecimientos de nuestra vida—especialmente los más dolorosas, cuando ya nos damos por derrotados. Nos abrazas y nos das lo que tus brazos llevan: a tu Hijo, nuestro único consuelo y compañía segura en el camino de la vida.
Señor Jesús, gracias por el don de María. Ella cuida con afecto y dolor materno de cada uno de nosotros y de esta creación tan herida. Como te buscó y te abrazó a Ti, en esa vía dolorosa, también ella abraza y acaricia maternalmente todas las heridas de nuestro mundo. Así como lloró con el corazón traspasado tu pasión y muerte, ahora se compadece del sufrimiento de los pobres crucificados y de las criaturas de este mundo arrasadas por el poder humano (LS 241). Ella vive contigo completamente transfigurada y todas las criaturas cantan y reconocen su belleza. Transfigúranos también a nosotros.
Oremos:
Oh Dios, Padre todopoderoso, que en tu amor paternal te acercas a nosotros por medio del amor todo-maternal de la Madre de tu Hijo, te pedimos nos concedas el don de experimentar, en medio de nuestros sufrimientos, que no dejas nunca de buscarnos, consolarnos, abrazarnos y animarnos a seguir adelante. Ayúdanos a tener como algo propio el don de la Virgen María y así sentirla como verdadera Madre intercesora. Por Cristo nuestro Señor. Amén.
V estación
El Cirineo ayuda a Jesús a llevar la cruz
Mientras lo conducían, echaron mano de un cierto Simón de Cirene, que volvía del campo, y le cargaron la cruz, para que la llevase detrás de Jesús (Lc 23,26).
El Cireneo, de vuelta del trabajo a casa, pasaba por ahí, y le obligaron—contra su voluntad, quizás hasta con cierta repugnancia—a socorrer a Jesús. Le tocó meterse en lio para auxiliar al Nazareno. Él era uno cualquiera. Y le alcanzó a él, Simón de Cirene. Desde entonces entendimos que lo que para nosotros es un cualquiera para Dios es una persona con nombre y apellidos, que conoce de dónde venimos y que nos hace partícipes de su propia misión. Desde entonces un cualquiera se convierte en cada uno de nosotros, en tú y yo. ¡Qué delicadeza tiene Dios! Sabía quién era Simón. Eso nos enseña que nadie es indiferente para Dios. Cada uno tiene nombre, tiene campo—es decir, historia—, cada uno importa. Infinito misterio donde cada persona, cada criatura es querida, pensada, y tenida en cuenta para la misión de Dios con nosotros.
Simón de Cirene es como figura del hombre viejo—del Adán caído—que debe trabajar el campo con el sudor de su frente (Gen 3, 19) y que regresa cada día a casa añorando el hogar definitivo, aquel jardín perdido, pero siempre anhelado y aún prometido. Aquel viejo Adán, naufrago de su pecado, que desobedeciendo comió del árbol del bien y del mal, es rescatado ahora por el madero del árbol de la vida que porta el nuevo Adán. Misterio impresionante donde Dios ayuda al hombre dejándose ayudar. Jesús podía llevar la Cruz solo, pero mendiga nuestra ayuda para hacernos partícipes de su misión salvadora. En este encuentro aparentemente casual resplandece cómo Dios asume nuestra carne herida por el pecado y cómo nosotros, en Él y gracias a Él, somos divinizados. Lo divino y lo humano se encuentran. El mundo queda transformado en sacramento de comunión con Dios.
Señor Jesús, concédenos la gracia de no ser indiferentes al sufrimiento ajeno y reconocer en toda persona, no a un cualquiera, sino a un hijo tuyo y hermano nuestro. Ayúdanos a aceptar que el otro es un bien que nos asegura tu presencia. Como Tú, haznos humildes para dejarnos ayudar por nuestros hermanos. Que no dejemos partir a nadie sin saber su nombre, el que lo dignifica e identifica como persona.
Oremos:
Oh Dios, te pedimos nos permitas desarrollar la capacidad de salir de nosotros mismos hacia nuestros hermanos—especialmente los más necesitados—y hacia este mundo tan en peligro. Ayúdanos a reconocer a las demás criaturas en su propio valor, sin buscar nuestros intereses egoístas, sino ayudándolas a alcanzar el fin para el que Tú las creaste. Que, como el Cireneo, nos ayudes a ser auxilio y apoyo para el caído y necesitado. Por Cristo nuestro Señor. Amén.
VI estación
La Verónica enjuga el rostro de Jesús
Oigo en mi corazón: «Buscad mi rostro». Tu rostro buscaré, Señor. No me escondas tu rostro. No rechaces con ira a tu siervo, que Tú eres mi auxilio; no me deseches, no me abandones, Dios de mi salvación (Sal 27,8-9).
Cara a cara. Dios se hace hombre para encontrarse cara a cara con su criatura. La persona humana, creada a imagen y semejanza de Dios, es rostro del Altísimo. Y Dios mismo, en su Hijo Único Jesucristo, adquiere un rostro concreto, reflejo, a su vez, de toda faz humana. Ahora es posible ver el rostro de Dios sin morir, ahora es posible el cara a cara entre la creatura y el Creador, ahora es posible contemplarse mutuamente en visión beatífica—diálogo perfecto de amor. Cuando dos se encuentran el rostro es espejo el uno para el otro de un re-conocerse a sí mismo amado y como presente en el otro. El rostro es puerta a la intimidad del otro, al corazón. Verse personalmente, reconocerse mutuamente en la dignidad inviolable de nuestra humanidad, penetrar en la intimidad divina del corazón fraterno… todo esto conforma la esencia del auténtico cara a cara: quedar impreso en el corazón—paño de vida—del otro.
Cuanta atención y sencillez de Verónica, esperanza de la bondad humana. Una mujer a la que no le inmoviliza la masa agitada ni la violencia de la turba, lava delicadamente el rostro del Señor. Aquella que busca el rostro del Señor, lo encuentra. Se cumplió la palabra de Dios quien no le escondió su rostro e impreso se quedó en el paño de su vida. Bondad y delicadeza de esta mujer que se conmueve por la maldad y la grosería con la que Jesús es tratado. Ella reproduce el modelo de humanidad, se convierte en verdadero icono del hombre bueno que se conmueve y compadece con el sufrimiento del prójimo. Y Dios sella, con el rostro ensangrentado de su Hijo, el gesto caritativo de Verónica como acta pública a imitar.
Señor Jesús, también queremos buscar tu rostro, escondido en el aquí y ahora de nuestras circunstancias, en tantas personas que sufren a nuestro lado—enfermos, mendigos, desvalidos, vecinos, migrantes, amigos, familiares… Sabemos que con lo poco que hagamos nos devolverás, como a la Verónica, la belleza de contemplar tu rostro precioso.
Oremos:
Oh Dios, tenemos la tentación de creer que la fuerza de la caridad no es suficiente para cambiar el mundo. Sin embargo, el mundo queda transformado no por cálculos y políticas humanas sino cada vez que, como Verónica, salimos al encuentro del que sufre y le miramos a los ojos para que recupere su dignidad infinita. Fortalécenos, Dios vivo, para que sepamos que “esas acciones derraman un bien en la sociedad que siempre produce frutos más allá de lo que se pueda constatar, pues provocan en el seno de esta tierra un bien que siempre tiende a difundirse, a veces invisiblemente” (LS, 212). Cumple en nosotros tu palabra: “Haz brillar tu rostro sobre tu siervo, sálvame por tu misericordia” (Sal 30, 17). Por Cristo nuestro Señor. Amén.
VII estación
Jesús cae por segunda vez
Jesús decía: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen». Hicieron lotes con sus ropas y los echaron a suerte (Lc 23,34).
Jesús va al suelo por segunda vez. ¿Qué cosa es el pecado que pesa tanto y que tira por dos veces al suelo a Jesús? ¿Qué misterio es este del pecado, tan banalizado, pero que todos experimentamos? ¿Porqué es tan duro y tan frío el suelo al que nos desemboca el pecado? El suelo es imagen del exilio al que el pecado nos aboca. Cuando caemos estamos exiliados de lo que verdaderamente somos, nos sentimos indignos de cualquier ayuda y, peor aún, inmerecidos de compasión. Sin embargo, somos seres con una dignidad infinita y no hay pecado, ni sumas de pecados, ni caídas, que la anule ni disminuya. El pecado nos afecta, sí; y nos hace tantas veces caer y recaer, también cierto. Con todo, nada hay que imposibilite por completo nuestra apertura al bien, a la verdad, a la belleza, ni nuestra capacidad de reacción que, gracias a esta caída de Jesús para recogernos y levantarnos, Dios sigue alentando en lo más íntimo de nuestro ser (LS, 205). Maravilloso misterio el de un Dios hecho hombre que se desploma para levantarnos del frío suelo y descansarnos así en sus cálidos brazos; un Dios que nos saca del exilio del pecado y nos devuelve a nuestra verdadera patria celestial, haciéndonos experimentar con su amor la dignidad de nuestra condición humana.
Señor Jesús, danos tu gracia para entender que Tú caes de nuevo porque nosotros recaemos continuamente. Te abajas para recogernos. Sólo si Tú vienes a buscarnos a nuestros fangosos suelos podremos levantarnos pues el pecado no nos deja ponernos en pie. Levántanos para, así, cooperar contigo a levantar a nuestros hermanos pues todos estamos hechos para vivir de pie con la mirada puesta en Ti. Recuérdanos nuestra dignidad—la de toda persona, anciano, feto, bebé, pobre, rico, exiliado, enfermo o sano, cristiano o no cristiano—pues todos hemos sido rescatados en la cruz que portas y que te hace caer por amor a todos nosotros.
Oremos:
Oh Dios, concédenos cada vez que caemos, cada vez que acompañamos al hermano caído, recordar en nuestro corazón cómo sólo Tú aseguras nuestros pasos, te complaces en nuestros caminos, y si tropezamos no nos dejas caer, porque Tú nos tienes de la mano (Sal 37). Gracias Señor porque nos confortas y nos llenas de esperanza porque no hay caída que Tú no puedas levantar. Por Cristo nuestro Señor. Amén.
VIII estación
Jesús encuentra a las mujeres de Jerusalén
Lo seguía un gran gentío del pueblo, y de mujeres que se golpeaban el pecho y lanzaban lamentos por él. Jesús se volvió hacia ellas y les dijo: «Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, llorad por vosotras y por vuestros hijos, porque mirad que vienen días en los que dirán: “Bienaventuradas las estériles y los vientres que no han dado a luz y los pechos que no han criado”. Entonces empezarán a decirles a los montes: “Caed sobre nosotros”, y a las colinas: “Cubridnos”» (Lc 23,27-30).
Cómo agradecería y consolaría a Jesús la compasiva lamentación de estas buenas mujeres. En medio de la situación más atroz, Dios siempre abre vías a la compasión. Estas mujeres representan lo mejor del ser humano. No son indiferentes, ni por dentro ni por fuera, a la injusticia y dolor ajeno. ¡Cuántas indiferencias sostienen las estructuras de nuestro mundo, de nuestro día a día! Estas mujeres mueven a compasión al propio Jesús en su camino de pasión. No es un reproche lo que les dice; todo lo contrario. Él se acuerda de todos los hijos, concebidos en el seno de sus madres, que viven en la indiferencia, absorbidos por los reclamos pasajeros de este mundo, encadenados a sus propias pasiones desordenadas, adictos de sí mismos, ingenuos malviviendo como si todo estuviera bien y nada tuviera consecuencias, que se perciben a sí mismos como huérfanos de Dios—cuando Dios jamás los ha dejado de lado. Es como si Jesús redirigiera las lágrimas de esas piadosas mujeres no hacia Él sino hacia todos aquellos por los que Él está entregando voluntariamente su vida en la Cruz. Porque no hay mayor tragedia que el rechazo y la ceguera hacia Dios. Quien así vive, malvive; como si la tierra de los montes y colinas les estuviera sepultando. Por eso Cristo se compadece porque quiere desenterrarles, quiere liberarles, quiere salvarles. ¿Nos compadecemos nosotros del dolor y sufrimiento ajeno?
Cuántas lágrimas y desvelos de madre hay detrás de cada hijo. Es como si cada una de esas lágrimas y desvelos limpiase y diese de nuevo a la luz al hijo. Con Dios, el dolor de madre se torna en consuelo y paz para el hijo. De igual forma, cuántos sufrimientos ecológicos de nuestra madre tierra hay detrás de cada generación y de cada uno de nosotros. ¿Lloramos, sufrimos, nos cuestiona al menos, el impacto profundo que nuestro estilo de vida desenfrenado ocasiona en cada persona, en la sociedad, y en la naturaleza?
Señor Jesús, danos el don de lágrimas. Que lloremos y nos compadezcamos del sufrimiento de nuestro prójimo y también de nuestro mundo. Que la diferencia entre personas, especies, seres, etcétera no se convierta jamás en indiferencia. Verte portando la cruz nos recuerda que cada uno de nosotros somos también los sujetos a los que Tú rediriges los sollozos y lamentos de aquellas mujeres y madres por sus hijos necesitados.
Oremos:
Oh Dios, concédenos la conversión ecológica: aquella que proporciona un corazón compasivo y un estilo de vida más adecuado. Por Cristo nuestro Señor. Amén.
IX estación
Jesús cae por tercera vez
Es bueno que el hombre cargue con el yugo desde su juventud. Siéntese solo y silencioso cuando el Señor se lo impone; ponga su boca en el polvo, quizá haya esperanza; ponga la mejilla al que lo maltrata y se harte de oprobios. Porque el Señor no rechaza para siempre; y si hace sufrir, se compadece conforme a su inmensa bondad (Lam 3, 27-32).
Cuando el hombre tropieza y cae muchas veces en la misma piedra solo siente, desde el suelo existencial, soledad y silencio sobrecogedor. Nota como un terrorífico volver a empezar, una sensación de no avance, una repetición diabólica de la misma historia. Sin embargo, es entonces, es en esas “terceras caídas” (símbolo de las cuartas, quintas… de todas), cuando aparentemente ya está todo perdido, cuando nos damos por casi vencidos, cuando ya hemos puesto multitud de veces nuestra boca en el polvo… es entonces cuando, por una pequeña rendija en el alma, asoma milagrosamente la única esperanza que nos salva. La de Dios, “Porque el Señor no rechaza para siempre” (Lam 3, 31). La tercera caída es como el setenta veces siete del perdón (Mt 18, 22). Es la promesa del Señor hecha carne. Una carne preciosa como la suya pero que ya con esta tercera caída es carne desollada, lacerada, vapuleada, contusionada… Heridas sangrantes producto de nuestros pecados. Es como un trasplante de carne: él asume la nuestra malherida del pecado y nos da la suya, sana y limpia. Pero no es mera cirugía estética, ni mera epidermis de la vida. En esta tercera caída Jesús nos alcanza donde ni nosotros nos sostenemos, allí cuando parece que caemos en un pozo sin fondo: esta tercera caída de Jesús conforma la red de seguridad de todas, las más profundas, las mismas de siempre… caídas de nuestra vida.
Tres veces niega Pedro a Jesús (Lc 22, 61). Tres veces preguntó Pilato “¿qué mal ha hecho éste?” (Lc 23, 22). Y tres veces cae Jesús. Los hombres parece que no nos enteramos de las cosas ni a la primera ni a la segunda. A veces ni a la tercera. Por eso, por cada vez que negamos a Dios, por cada vez que quisiéramos, pero no actuamos con suficiente arrojo y permitimos que otros tropiecen, por cada vez que nos vence el pecado, la pereza, la debilidad o la desesperación, Jesús vuelve a caer—como para decirnos, “no tengáis miedo, ahí ya he estado yo”. Él ha estado ya en el suelo por tercera vez para levantarnos cuantas veces fuese necesario. Es como si Jesús nos manifestara: “Yo siempre estaré con vosotros… y os levantaré en todo momento para que lleguéis a vuestro destino. Os acompaño para que sigáis caminando en medio del cansancio y el dolor.”
Señor Jesús, “la esperanza nos invita a reconocer que siempre hay una salida, que siempre podemos reorientar el rumbo, que siempre podemos hacer algo para resolver los problemas. Sin embargo, parecen advertirse síntomas de un punto de quiebre” (LS 35). Cuando lleguen esos quebrantamientos que no nos falta nunca la esperanza en ti.
Oremos:
Oh Dios, como S. Pablo, también nosotros experimentamos el aguijón débil de nuestra carne. Hemos caído tantas veces que ya parece que ni nos duele. Ten paciencia con nosotros y que tu misericordia y perdón nos alcancen siempre. Por Cristo nuestro Señor. Amén.
X estación
Jesús es despojado de sus vestiduras
Los soldados, cuando crucificaron a Jesús, cogieron su ropa, haciendo cuatro partes, una para cada soldado, y apartaron la túnica. Era una túnica sin costura, tejida toda de una pieza de arriba abajo. Y se dijeron: «No la rasguemos, sino echémosla a suerte, a ver a quién le toca». Así se cumplió la Escritura: «Se repartieron mis ropas y echaron a suerte mi túnica» (Jn 19,23-24).
En verdad, las vestiduras nos indican nuestra infinita dignidad. Ser desnudado es, por eso, indigno, es como un desgarro del ser. Sin vestido parecemos descartados. El mismo Dios permite ser despojado de su rango, de su ropaje. Jesús queda como Adán en el paraíso, desnudo. Cristo es desnudado por nuestras vergüenzas y nos reviste de su amor infinito. Nos abre las puertas del paraíso que el pecado cerró y nos da su Espíritu para recuperar, por medio de nuestro trabajo y servicio, el esplendor del Padre del que se vistieron y traslucían las cosas en el primer Edén. Entonces Adán, desobedeciendo, sintió vergüenza porque ya no estaba en la presencia de Dios. Jesús, como hombre despojado, también sentiría vergüenza y pudor, no porque su Padre no estuviera con Él—que lo estaba, aunque Jesús experimentase el abandono más absoluto—, sino porque se encontraba desnudo delante de sus verdugos y de aquellos que quería y que lo siguieron hasta la cruz. Su vergüenza nos asegura que no se avergüenza nunca de nosotros.
Y sus ropas se hicieron jirones y fueron repartidas. Sigue ocurriendo lo mismo: tantas veces los bienes de este mundo son despojados de los pobres y repartidos entre los poderosos que los protegen para sí mismos, para luego repartírselos entre unos pocos. También la naturaleza es una custodia de Dios de la que todos tenemos derecho a disfrutar, disponer, y compartir. Cada uno, por designio divino, hemos sido constituidos los custodios de la custodia de Dios, los custodios de la naturaleza, a través de la cual percibimos y pregustamos la grandeza y el esplendor celestial. ¡Cómo vamos a custodiar adecuadamente la naturaleza sino reconocemos, custodiamos, y promocionamos—como principio y fin de todo lo creado—a todo ser humano! “Fijaos,” dice Jesús, “cómo crecen los lirios, no se fatigan ni hilan… Pues si Dios viste así a la hierba que hoy está en el campo y mañana es arrojada al horno, ¡cuánto más a vosotros, hombres de poca fe!” (Lc 12, 27-28). Aún despojados, somos iconos de Dios.
Señor Jesús, que fuiste despojado de tus vestiduras, como un descartado más, ábrenos los ojos a tu esplendor y ayúdanos a comprender la íntima relación entre los pobres y la fragilidad del planeta, a entender que en el mundo todo está conectado, a descubrir el valor propio de cada criatura, el sentido humano de la ecología. Ayúdanos a vivir reconociendo que todos los hombres son tus hijos y nuestros hermanos, y que todos los seres vivos tienen un valor propio ante Dios y, “por su simple existencia, lo bendicen y le dan gloria” (LS, 41).
Oremos:
Oh Dios, enséñanos, como nos muestra san Francisco de Asís, a “tener respeto por todas tus criaturas y por el entorno en el que vivimos. A custodiar a la gente, a preocuparnos por todos, por cada uno, con amor, especialmente por los niños, los ancianos, quienes son más frágiles y que a menudo se quedan en la periferia de nuestro corazón”. Por Cristo nuestro Señor. Amén.
XI estación
Jesús es clavado en la cruz
Y cuando llegaron al lugar llamado «La Calavera», lo crucificaron allí, a él y a los malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda. Jesús decía: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen». Hicieron lotes con sus ropas y los echaron a suerte. El pueblo estaba mirando, pero los magistrados le hacían muecas diciendo: «A otros ha salvado; que se salve a sí mismo, si él es el Mesías de Dios, el Elegido». Se burlaban de él también los soldados, que se acercaban y le ofrecían vinagre, diciendo: «Si eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo». Había también por encima de él un letrero: «Este es el rey de los judíos». Uno de los malhechores crucificados lo insultaba diciendo: «¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros». Pero el otro, respondiéndole e increpándolo, le decía: «¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en la misma condena? Nosotros, en verdad, lo estamos justamente, porque recibimos el justo pago de lo que hicimos; en cambio, este no ha hecho nada malo». Y decía: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino». Jesús le dijo: «En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23, 33-43).
¡Cuánto misterio, cuánto dolor, cuánto amor! Con su cuerpo extendido y levantado sobre el mundo, claveteado de pies y manos, Jesucristo nos abraza misericordiosamente y nos abre la puerta de la felicidad hacia la plenitud de la eternidad. Desde la Cruz brota su gracia para cada uno, para que podamos vivir plenamente nuestras vidas, nuestros matrimonios, nuestras vocaciones religiosas, nuestros trabajos, nuestro tiempo… todo, en definitiva. Si tan sólo pudiésemos intuir esa ternura tan grande que se desprende desde la Cruz, todo cambiaría. En el Hijo clavado se conjugan el cariño y el vigor del Padre ofrecidos con ternura por su Espíritu Santo a cada uno de nosotros (LS, 73). Así, en el drama de la Cruz, Cristo nos rodea con su cariño y nos penetra con su luz (LS, 221). Es el cariño y la ternura gracias a las cuales nos sentimos que tenemos un lugar en el mundo y una misión para el mundo (LS, 77). Como nos recuerda el papa Francisco, “esto provoca la convicción de que, siendo creados por el mismo Padre, todos los seres del universo estamos unidos por lazos invisibles y conformamos una especia de familia universal, una sublime comunión que nos mueve a un respeto sagrado, cariñoso y humilde” (LS, 89).
¡Cuánto misterio, cuánto dolor, cuánta ternura y cariño!
Contemplémoslo, conmovámonos, acojámoslo.
Señor Jesús, viéndote crucificado nos animas a unir nuestras cruces a la tuya. Ayúdanos a encontrar, desde tu Cruz, “nuestro lugar en este mundo como instrumentos de tu cariño por todos los seres de esta tierra”. Enséñanos a trabajar po el bien común, a promover a los débiles y a cuidar este mundo que habitamos.
Oremos:
Oh Dios, ante el misterio de Jesús clavado en la cruz nos quedamos sin palabras. Concédenos, al menos, acoger a tu Palabra y clávala en nuestras almas. Por Cristo nuestro Señor. Amén.
XII estación
Jesús muere en la cruz
Era ya como la hora sexta, y vinieron las tinieblas sobre toda la tierra, hasta la hora nona, porque se oscureció el sol. El velo del templo se rasgó por medio. Y Jesús, clamando con voz potente, dijo: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu». Y, dicho esto, expiró (Lc 23,44-46).
Está a punto de morir. Tras una interminable y profunda agonía, reúne las pocas fuerzas que le quedan y Jesús clama. La voz potente del Hijo a su Padre—“a tus manos encomiendo mi espíritu”—se convierte en un grito de amor cuyo eco sigue escuchándose en toda la creación. Si estamos en silencio lo oiremos. Las últimas palabras de Jesús antes de morir encomiendan a su Padre, como en oración colecta, el que será el infinito fruto de Vida de este divino grano de trigo—“Pan de vida” (Jn 6)—que muere al caer en la tierra (Jn 12, 24) y que, como abono rico en nutrientes, fermentará nuestro pobre barro (Gen 2, 7).
Es la hora de la nueva creación, la definitiva, la plena. Jesús muere en la cruz para unir cielo y tierra devolviéndonos a la comunión del Padre, exhalando su Espíritu sobre el mundo. Jesús con su muerte rompe la barrera del pecado y la muerte, infranqueables para nosotros. Si en el “principio creó Dios el cielo y la tierra” (Gen 1, 1), en Cristo, muerto en la cruz, cielo y tierra quedan nueva, definitiva, y armónicamente unidos, como siempre ha sido el deseo de Dios. Si en aquella primigenia tierra “la tiniebla cubría la superficie del abismo, mientras el espíritu de Dios se cernía sobre la faz de las aguas” (Gen 1, 2), en Cristo, muerto en la cruz, las tinieblas vuelven a cubrir la tierra, el sol queda eclipsado, y la piedra del templo se rasga en dos.
Es Cristo sumergido en las aguas del pecado y de la muerte. El que es capaz de caminar sobre las aguas (Mt 14, 25), muere en la Cruz para sumergirse en ellas y rescatarnos de las tinieblas abisales de su fondo. Jesús muere, verdaderamente muere, pues verdaderamente estábamos ahogados por nuestros pecados y, como pesos muertos que se hunden tras el azote tempestuoso del mar, Cristo se zambulle para rescatarnos. En la hora decisiva de la historia de este mundo bueno creado por Dios todos los elementos naturales participan atónitos a la muerte de su Hacedor.
La primera palabra que Dios dijo, al principio de todo, fue “<< Exista la luz >>. Y la luz existió” (Gen 1, 3). Ahora también, muerto en la Cruz, Dios nos da su Palabra, la última, y nos dice que éste es su Hijo amado, Luz de luz, que alumbra a todo hombre, al mundo entero, y a toda la historia de la humanidad. En esa oscuridad de aquella hora nona, la Luz de Dios—el único Bueno (Mc 10, 18)—vuelve a separar la “luz de la tiniebla” (Gen 1, 4). Y desde ese momento aquellos que acojan y se dejen iluminar por este faro divino serán llamados “hijos de la luz e hijos del día” (1 Tes 5, 5).
Señor Jesús, en la cruz expiras tu último aliento de vida sobre aquellos que vivimos en la muerte. Ayúdanos a escuchar el grito de amor que desde la Cruz emites a toda la creación. Rescátanos de lo hondo de nuestras tinieblas y que tu Luz brille sobre nosotros como amanecer del nuevo, y definitivo, día que vendrá contigo.
Oremos:
Oh Dios, que, en el grito de amor de tu Hijo, escuchaste las súplicas de nuestros corazones necesitados de ti, enséñanos a contemplar, acoger, e imitar el misterio de la Cruz. Que como Jesús muerto en la Cruz nosotros participemos, con nuestras cruces, uniéndolas a este único misterio de salvación. Por Cristo nuestro Señor. Amén.
XIII estación
Jesús es bajado de la cruz
Había un hombre, llamado José, que era miembro del Sanedrín, hombre bueno y justo (este no había dado su asentimiento ni a la decisión ni a la actuación de ellos); era natural de Arimatea, ciudad de los judíos, y aguardaba el reino de Dios. Este acudió a Pilato y le pidió el cuerpo de Jesús. Y, bajándolo, lo envolvió en una sábana y lo colocó en un sepulcro excavado en la roca, donde nadie había sido puesto todavía (Lc 23, 50-53).
El árbol de la vida deja, finalmente, caer el fruto maduro. Jesús ha muerto y es bajado de la cruz de madera. El hijo del carpintero José, que había aprendido el oficio de la madera junto a su padre, pareciese que había ejercido tan noble trabajo durante la mayor parte de su vida para, en sus últimas horas, bruñir sus dos más importantes piezas: aquellos cruciformes maderos que acogieron su cuerpo sufriente hasta la expiración. Aquellas viriles y, al mismo tiempo, delicadas y precisas manos que tantas veces habían tratado y transformado las piezas de madera eran desclavadas de la cruz, agujereadas de amor. Es bajado muerto de la cruz de madera, trono del Rey Eterno, Aquel que, habiendo asumido y sufrido nuestra condición mortal, vuelve a anonadarse para rescatarnos de nuestra muerte perpetua.
Dos José encuadran la vida de Jesús de Nazaret entre nosotros: su padre adoptivo y José de Arimatea. Ambos hombres buenos y justos, que reconocían el misterio de Dios que sucedía ante ellos, lo acogían con humildad, y se ponían con diligencia y generosidad a colaborar en el desarrollo del reino celestial. La muerte sólo puede ser vivida desde la bondad. En Cristo muerto la muerte ha sido ajusticiada, por eso quien es descendido de la cruz es el Hijo del Hombre, la figura del Hombre Justo por antonomasia. El Amor Encarnado, ahora yaciente, es recibido en su regazo por la Virgen María, nuestra Madre. Aquella que lo acogió cuando nació, lo acoge ahora cuando muere. El que nace desnudo, desnudo muere. El nacimiento recibió al Niño Dios envolviéndolo en pañales y la muerte—dies natalis—recibe al Hijo de Dios envolviéndolo en una sábana. En dichas envolturas se revela la misión de Aquel que nació para morir: revestirnos de su amor infinito e incondicional, prenda de la nueva y definitiva condición del hombre nuevo.
Señor Jesús, hasta muerto en la cruz, por amor a cada uno de nosotros, vuelves a abajarte. El Amor Encarnado se abaja para ser, suave y bondadosamente, acogido y así sabernos siempre amados y capacitados a amar. La cruz se queda sin su Crucificado, pero no se queda vacía porque dónde y como Tú has estado queremos subir ahora nosotros para que así todos los hombres crean en tu amor y este mundo se salve.
Oremos:
Oh Dios, que cuando fuiste bajado de la Cruz la bondad de José Arimatea y de tu Madre te envolvió con tanta delicadeza. Ayúdanos, como ellos, a pedir y acoger tu cuerpo en tantas situaciones dramáticas y tantas personas que viven con el corazón muerto—¡porque ahí estás Tú! Por Cristo nuestro Señor. Amén.
XIV estación
Jesús es puesto en el sepulcro
Era el día de la Preparación y estaba para empezar el sábado. Las mujeres que lo habían acompañado desde Galilea lo siguieron, y vieron el sepulcro y cómo había sido colocado su cuerpo. Al regresar, prepararon aromas y mirra. Y el sábado descansaron de acuerdo con el precepto (Lc 23, 54-56).
Desde que Jesús fuera bajado de la cruz, depositado en el regazo de su Madre santa, y llevado a la sepultura, enterrar a los muertos se nos revela como una obra de misericordia que permea de bondad, esperanza, y amor los conmovidos corazones de los que quedamos aquí. Aquella procesión desde la Cruz hasta el sepulcro estaría adornada por el amor y la ternura de María y Juan, el silencio estremecedor de unos, los lloros inconsolables de otros, incluso, aún ya muerto, tal vez todavía por las muecas despectivas de aquellas turbas que lo condenaron. Es puesto bajo la tierra Aquel que es su dueño, el Hortelano (Jn 20, 15) que abona, con su muerte y descenso a los infiernos, toda tierra—fuente de la vida que, en Él, habrá de regalarnos. Desde esta santa sepultura queda claro que “la tierra no es un bien económico, sino don de Dios y de los antepasados que descansan en ella, un espacio sagrado” (LS, 146). Cómo tratamos o maltratamos la tierra tiene, por tanto, mucho que ver con el sentido sagrado o profano que le damos a la vida. En cierta manera, cada vez que abusamos y contaminamos la tierra estamos profanando la tierra donde el mismo Hijo de Dios estuve sepultado y donde descansan—y descansaremos—todos aquellos que nos han precedido.
Jesús es puesto en el sepulcro donde reina la oscuridad, el frío, y la soledad. Tanta gente vive como enterrados en vida y sienten en sus propias carnes la fría oscuridad y soledad de sus existencias. Desesperados arañan a todos y todo, pero porque quieren salir a la luz de la superficie. También para ellos Cristo está y tiene una palabra: con-vosotros. En esos momentos duros, no están solos: junto a ellos está siempre Cristo que, efectivamente, ahora duerme bajo el yugo de la muerte, pero que pronto—en la siguiente estación ¡de luz!—la vencerá y resucitará para darles el fulgor de su Vida.
Señor Jesús, cada día tu Iglesia pide por todos los fieles difuntos recordándonos así el misterio de tu sepultura como rescate hacia cada uno de ellos. Además, Tú fuiste sepultado en la tierra para hacer de ésta, nuevamente, tierra de vivos no de muertos. Ayúdanos a cuidar y tratar adecuadamente la tierra de este mundo. Y concédenos también rezar por todos nuestros hermanos difuntos que duermen sepultados en la tierra y que esperan el glorioso día de tu venida triunfante al final de la historia.
Oremos:
Oh Dios, Señor de vivos y muertos, acoge nuestra oración filial y llénanos de tu luz especialmente en aquellos oscuros y tenebrosos momentos en los que parece que nos hundimos bajo la tierra que nos sostiene. Una pizca de Ti que eres nuestra luz y nuestras sepulturas se convertirán en hogares de Vida y vida en abundancia. Por Cristo nuestro Señor. Amén.
Conclusión
Terminemos este Vía Crucis rezando con las palabras del Papa Francisco:
Oh Dios omnipotente, que estás presente en todo el universo y en la más pequeña de tus criaturas, Tú, que rodeas con tu ternura todo lo que existe, derrama en nosotros la fuerza de tu amor para que cuidemos la vida y la belleza. Inúndanos de paz, para que vivamos como hermanos y hermanas sin dañar a nadie.
Señor Uno y Trino, comunidad preciosa de amor infinito, enséñanos a contemplarte en la belleza del universo, donde todo nos habla de ti. Despierta nuestra alabanza y nuestra gratitud por cada ser que has creado. Danos la gracia de sentirnos íntimamente unidos con todo lo que existe.
Los pobres y la tierra están clamando: Señor, tómanos a nosotros con tu poder y tu luz, para proteger toda vida, para preparar un futuro mejor, y para que venga tu Reino de justicia, de paz, de amor y de hermosura.
(De las oraciones finales de la encíclica Laudato si’)